Samanta Schweblin

William en la ventana

Autor: Samanta Schweblin

Publicado en: El buen mal (2025)

Una escritora argentina viaja a Shanghái para participar en una residencia internacional de escritores. Desde su pequeño departamento en un rascacielos con vista al parque Zhongshan, mantiene llamadas frecuentes con Andrés, su pareja, que ha quedado en Buenos Aires enfrentando una enfermedad grave. Él la apoya en su proceso creativo, escucha con interés los avances de la novela que ella está escribiendo —la historia de una madre cuya hija pequeña la rechaza con violencia al regresar del trabajo—, y le cuenta detalles de su vida diaria, incluyendo el cuidado de los gemelos, hijos de la hermana de ella. A través de esas conversaciones, se percibe una tensión callada: el miedo a la muerte, la distancia, y la fragilidad del vínculo frente a lo inevitable.

En la residencia, la escritora conoce a otros colegas, entre ellos Mega, una joven autora india, Gonçalo, un portugués seductor, y sobre todo Denyse, una escritora irlandesa mayor, refinada y sensible, que pronto se convierte en una figura de confianza. Denyse publicó con éxito una primera novela basada en la infancia de su empleada serbia, pero desde entonces no ha podido escribir con la misma fluidez. Un día, la protagonista la encuentra en el ascensor con el rostro hinchado: William, su gato, ha sido envenenado. Aunque el animal comienza a recuperarse, Denyse revela que no podría seguir adelante sin él, a pesar de que técnicamente es el gato de su marido. Ese vínculo —discreto, intenso— se vuelve central en su vida.

La protagonista comparte con Andrés lo que va ocurriendo en Shanghái. Él busca información sobre Denyse y le envía una foto de su casa en Irlanda: en una ventana aparece William, erguido, majestuoso, con la mirada puesta en un punto invisible. Esa imagen queda grabada en ella, como símbolo de algo que resiste, que observa sin moverse. A medida que su novela avanza y Andrés le cuenta que espera los resultados de nuevos estudios, la ansiedad crece. Durante una excursión a un pueblo cercano, la escritora le confiesa a Denyse su temor más profundo: que si Andrés muere, ella también podría morir. Denyse escucha sin alarmarse. Le pregunta qué es lo que más le gusta de él. La respuesta es un detalle mínimo y cotidiano: la marca que su pareja deja cada mañana en los azulejos del baño al apoyarse para orinar. Es una huella silenciosa, inadvertida, que para ella resume la ternura de una vida compartida.

Poco después, Denyse organiza una cena de cumpleaños improvisada en su habitación. Invita a todos los escritores a llevar su propio banquito, su vajilla y lo que deseen beber. La protagonista promete llevar la torta. La escena, íntima y sencilla, funciona como un respiro. William ya está mejor. Todos conversan y comparten. Aun así, la sensación de finitud persiste. La protagonista no olvida que Andrés está lejos, enfermo, y que lo que los une tal vez no resista el paso del tiempo.

El cuento se cierra con esa tensión suave, sostenida por la memoria de gestos mínimos: una marca en un azulejo, un gato en la ventana. La vida continúa allí, en lo imperceptible, en los vínculos que se construyen desde lo más frágil.

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