Samanta Schweblin

Bienvenida a la comunidad

Autor: Samanta Schweblin

Publicado en: El buen mal (2025)

En “Bienvenida a la comunidad”, cuento de Samanta Schweblin publicado en el libro El buen mal (2025), una mujer se lanza al agua desde el muelle con piedras atadas a la cintura. Mientras se hunde, siente el frío, la presión, los espasmos de sus pulmones y una extraña lucidez. En el fondo del lago, entre peces y algas, experimenta una suspensión inquietante, una especie de parálisis que la aterra más que la muerte: la idea de quedarse allí, sin poder avanzar ni retroceder. Por un impulso de curiosidad más que de arrepentimiento, desata las piedras y asciende. Sale del agua, se arrastra por el muelle, regresa a casa, cruza el ventanal y retoma la rutina como si nada hubiese ocurrido.

Poco después llega su familia: su pareja y sus dos hijas pequeñas, que traen consigo un conejo escolar llamado Tonel, al que deben cuidar por una semana. La mujer prepara el almuerzo intentando disimular el temblor de su cuerpo. Las niñas notan su olor extraño, como a barro, pero todo transcurre con una tensa normalidad. Durante la comida, el conejo escapa de la jaula y el padre ordena mantener todo bien cerrado. La mujer trata de convencerse de que todo está en orden, mientras se aferra a pequeños gestos cotidianos como anclas.

Más tarde sale al barrio, pasa por la casa de una vecina, va a una cafetería, se cruza con conocidos. Todo parece funcionar. Pero de regreso, ve al conejo escapando por la calle y luego a sus hijas llorando desesperadas. La familia se divide para buscarlo. El padre sugiere conseguir otro animal, lo que aumenta el dolor de las niñas. Finalmente, el vecino aparece con Tonel, agarrándolo brutalmente de las orejas, como si fuera una pieza de caza. Ante la escena, las niñas gritan. El padre toma al conejo y las calma, pero el vecino se vuelve hacia la mujer, la observa de cerca y la confronta: la vio esa mañana intentando quitarse la vida.

Más tarde, incapaz de dormir, la mujer vuelve a salir y cruza al terreno del vecino. Él la espera, como si lo hubiese previsto. La invita a participar en una tarea macabra: despellejar animales muertos. Le explica que quienes han regresado del fondo, como ella, deben provocar dolor todos los días si quieren permanecer entre los vivos. El sufrimiento, según él, es el único modo de sostenerse. Puede ser dolor propio o causado a alguien querido, pero debe ser real, intenso, constante.

Esa noche, la mujer se levanta, toma a Tonel de la cama de sus hijas, lo lleva a la cocina y lo presiona contra la pileta con un cuchillo cerca. Piensa en la posibilidad de matarlo, en el efecto que causaría en sus hijas despertar abrazando a un animal muerto. Esa culpa —cree— podría sostenerla. Pero en lugar de actuar, permanece inmóvil. El conejo, también quieto, la mira. Finalmente, lo suelta. El animal salta al suelo y huye.

Ella también sale de la cocina. Al pasar por el ventanal abierto por donde había vuelto a casa esa mañana, lo cierra con firmeza. Luego se ducha, se recuesta junto a su pareja y se permite dormir. Justo antes de hacerlo, siente otra vez el contacto con el fondo del lago, pero también percibe que su cuerpo aún se mueve, aún reacciona, aún resiste. El equilibrio es frágil, pero todavía está de este lado.

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