Samanta Schweblin

El ojo en la garganta

Autor: Samanta Schweblin

Publicado en: El buen mal (2025)

En “El ojo en la garganta”, cuento de Samanta Schweblin publicado en el libro El buen mal (2025), un hombre vuelve a su pueblo natal después de muchos años, tras la muerte de su madre. Se instala en la vieja casa familiar, vacía, húmeda, cubierta de polvo. El lugar, que antes le era acogedor, ahora le resulta hostil y ajeno. Poco después de llegar, comienza a sentir una molestia persistente en la garganta. Piensa que es un resfrío, pero el dolor se intensifica rápidamente. Decide consultar al médico local, el doctor Garay, un hombre mayor que lo recuerda vagamente. La consulta es cordial, pero poco concluyente: el médico no encuentra nada fuera de lo común. Le receta analgésicos y lo despide.

El dolor no cede. Se vuelve punzante, constante, incapacitante. El protagonista apenas puede tragar o dormir. Vive en silencio, evitando a los vecinos, encerrado en la casa. En una noche de insomnio, se encierra en el baño con una linterna y se examina frente al espejo. Al abrir bien la boca, logra ver algo insólito: en el fondo de su garganta, hay un ojo. Un ojo real, inmóvil, que lo mira. No grita, no dice nada. No sabe si está perdiendo la razón, si alucina o si aquello es realmente parte de su cuerpo.

Desde entonces, su vida cambia. No puede hablar de eso con nadie. No sabría cómo. La sola idea de nombrarlo le produce repulsión. Intenta mantener la rutina, pero el ojo está siempre ahí, presente, silencioso, observándolo. No hay dolor físico como antes, pero ahora hay algo peor: la certeza de ser visto desde dentro. Siente que el ojo lo conoce, que lo observa con una intensidad imposible de sostener. Se encierra más, evita hablar, come poco. No porque tema al ojo, sino porque no sabe cómo seguir con él.

En busca de consuelo, recorre el pueblo, saluda a antiguos conocidos, visita a una vecina que lo cuidaba de niño. Pero todos lo tratan con distancia. Como si él mismo se hubiese desdibujado. En el fondo, sabe que nadie podría ayudarlo. Vuelve a la casa y se encierra otra vez. Examina su garganta. El ojo sigue allí. Lo mira fijo. No hay explicación, ni diálogo, ni alivio. Solo la certeza de que esa mirada está adentro desde hace tiempo. Que lo ha habitado en silencio. Y que no se irá.

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