Samanta Schweblin

La mujer de Atlántida

Autor: Samanta Schweblin

Publicado en: El buen mal (2025)

En “La mujer de Atlántida”, cuento de Samanta Schweblin publicado en El buen mal (2025), un joven viaja con su novia a un pueblo costero uruguayo para pasar unos días de vacaciones en una casa que les han prestado. El lugar es Atlántida, una zona tranquila, poco poblada, donde el mar parece cercano, pero no del todo accesible. Aunque el viaje se presenta como un descanso, desde el inicio el protagonista experimenta una incomodidad sutil, una tensión que no logra ubicar con claridad. La casa, que pertenece a unos conocidos de la familia de su novia, está bien equipada pero algo descuidada, con objetos y fotos que parecen haber quedado suspendidos en otro tiempo. Él no logra sentirse cómodo en ese espacio ni adaptarse del todo a la rutina lenta de los días.

Mientras su novia se acomoda con naturalidad, él se siente algo desplazado. Las jornadas transcurren entre comidas simples, caminatas por las calles de tierra y tardes vacías sin mayor rumbo. Pronto, algo rompe la monotonía: el joven comienza a notar la presencia de una mujer mayor que aparece en los alrededores. La ve caminando sola por la playa, atravesando la calle, siempre con el mismo paso lento y una bata gastada. Su figura es delgada, envejecida, con un rostro que no logra distinguir del todo. La mujer no interactúa con nadie, y su aparición, aunque silenciosa, le provoca un desasosiego creciente.

Al principio, piensa que tal vez es una vecina, una residente del lugar. Pero con el paso de los días, algo se vuelve extraño: nadie más parece advertirla. Su novia nunca la menciona, y los escasos vecinos con los que conversan no la reconocen cuando él intenta describirla. Esa indiferencia en torno a la mujer despierta en él una sensación de rareza y sospecha. La empieza a buscar con la mirada. La ve una y otra vez, caminando por la playa, cruzando una esquina. Siempre sola, siempre a la distancia. Su presencia, sin hacer nada en particular, comienza a ocupar cada vez más espacio en la percepción del protagonista.

La inquietud se transforma en obsesión. A veces cree verla desde la ventana de la casa, caminando por el fondo del terreno o cruzando la calle. En una noche especialmente tensa, cree verla parada, inmóvil, entre los árboles del jardín. Se queda observándola desde el interior, dudando. Considera despertar a su novia para que lo acompañe a verificar si hay alguien afuera, pero no lo hace. Se queda solo, mirando hacia la oscuridad, sin animarse a hablar de ello. Esa soledad, elegida o no, profundiza su desconcierto. La mujer ya no es solo una figura externa: se convierte en una presencia que invade su atención y lo desvela.

Con el paso de los días, el joven duerme mal, evita comentar nada con su novia, y se siente cada vez más desvinculado de lo que lo rodea. El pueblo le parece más lejano, más ajeno. Las calles vacías, la vegetación que invade las veredas, todo parece conspirar para reforzar una atmósfera de suspensión, como si el tiempo se hubiese detenido. En ese clima, la figura de la mujer se vuelve ineludible.

Finalmente, una madrugada, la ve desde lejos, caminando cerca del mar. Sale de la casa, decidido a seguirla. Camina por la arena húmeda, la observa a unos metros de distancia. La mujer no se detiene, no gira, ni parece notar su presencia. Se interna entre la playa y las dunas, y él, en silencio, la sigue. A medida que avanzan, se alejan de las casas, de cualquier señal del pueblo. Solo queda la oscuridad, el ruido del mar, el aire espeso. Cuando finalmente ella se detiene, él también se detiene. La mujer gira y lo mira. Es una mirada directa, opaca, que no dice nada, pero lo contiene todo. No hay agresividad ni rechazo, solo un encuentro silencioso que parece estar ocurriendo desde siempre. En ese momento, el joven comprende que no se trata de una aparición externa. La mujer no viene a decirle algo, ni a revelarle un secreto. Su presencia es la de algo inevitable: algo que siempre estuvo ahí, una parte de sí mismo que ahora toma forma. No hay una respuesta ni una explicación. El cuento no cierra con un desenlace, sino con una imagen detenida: él frente a la mujer, frente al mar, como si al fin viera aquello que, hasta entonces, no había querido mirar. La mujer de Atlántida no trae un mensaje, sino una certeza muda: que hay cosas que no pueden evitarse, y que, cuando se manifiestan, no piden permiso.

This post is also available in: English (Inglés)

Te puede interesar:

  • Samanta Schweblin: El ojo en la garganta. Resumen
  • Samanta Schweblin: William en la ventana. Resumen
  • Samanta Schweblin: Un animal fabuloso. Resumen
  • Samanta Schweblin: Bienvenida a la comunidad. Resumen